Primero leer todas las preguntas. Después hacer una marca al lado del número de cada una de ellas: un asterisco si pensaba que podía sacarla entera; un guion si creía que algo de su contenido estaba a mi alcance; un aspa si no tenía ni idea de qué era lo que me preguntaban y, en ese caso, empezar a poner en funcionamiento la imaginación para poder arañar algo de donde nada se podía sacar. Como si eso funcionara.
En todos los exámenes era igual.
Ahora, con el paso de los años, cuando soy yo quien corrige y no quien responde, me doy cuenta de mis torpezas de juventud, de lo evidente que es para un profesor cuando un alumno o alumna sabe de lo que habla y cuándo no. De quien escribe como pollo sin cabeza. De quien no ha entendido nada. De quien responde como un papagayo.
Muchos años después también me alegra pensar que yo era un estudiante realista. Nada de «me ha salido bastante bien» y luego tener un dos. Tampoco lo contrario, esa actitud que tanto odiaba de quien siempre hacía mal los exámenes y sacaba un nueve, ese que quería ser un paria y no un empollón, pero que, en el fondo, ocultaba una superioridad insultante.
Nunca llevé amuletos a un examen. Sí, tenía alguna manía de baja intensidad (repetir con el mismo boli si me había salido bien el anterior, no sentarme demasiado atrás en la clase), pero ni fetiches ni brebajes ni mucho menos pastillas de cafeína para estar despierto. Yo iba a pecho descubierto: esto soy, esto sé, ahí me entrego.
Luego, de profesor, he visto de todo: estampitas de vírgenes y santos, muñecos de Star Wars sobre la mesa, gente que se golpeaba rítmicamente un lado de la cabeza y luego el otro. De todo. Hasta tuve que llamar a una ambulancia en una ocasión porque uno llevaba no sé cuántos eones despierto por culpa de unas pastillas que había tomado.
Exámenes.
Las notas de los exámenes
Ahora corrijo a ciegas. Quiero decir: no miro el nombre del alumno o alumna al que estoy corrigiendo. Trato de ser justo, ecuánime. Me tiro de los pelos cuando veo que he repetido algo mil veces y no me han hecho caso, cuando insisto tanto tanto en que un examen sirve para demostrar lo que han aprendido y no para acertar. Y se sorprenden. Suelen hacer aspavientos, como si estuvieran demasiado acostumbrados a otro modelo, a uno que privilegia el responder exactamente lo que dice la definición A o la B. «No te pongas creativo, Juan», parecen decirme mis alumnos con su mirada cuando les explico lo que quiero de ellos.
Y luego están las notas. Afortunadamente, cada vez es menos frecuente que una asignatura se califique por una sola prueba. La mayoría ya han de pasar por distintas entregas, prácticas, trabajos, test… Y, sin embargo, es un trago sacar las notas. Algunos —pocos— son conscientes de lo que han hecho durante el curso y aceptan; otros, unos cuantos, tienen una visión de sí mismos, de su trabajo o de su esfuerzo bastante distorsionada. Y quizá a esto contribuyen las familias, los centros y, claro, también contribuimos los profesores y profesoras.
Una vez, hace años, en otra universidad, vino a mi despacho una alumna quejándose amargamente de su nota final: un uno por participar. Su examen era un despropósito —todavía lo guardo—, hasta el punto de que comenzaba con el siguiente título: «Comentario de testo» (así, con s). Esta alumna, a la que nunca volví a ver, no defendió el contenido de su examen (indefendible), pero me acusó a gritos de arruinar su vida (como si yo fuese responsable de su pereza o de su tontuna, o de ambas), se permitió el lujo de amenazarme, para finalmente poco menos que echarme mal de ojo. ¿Habré perdido pelo por su culpa?
Hoy que ya no hago exámenes, que los corrijo, pienso con nostalgia en otra época en la que compartía mis nervios con otros compañeros que estaban igual que yo, con los que inmediatamente después del examen diluía mis preocupaciones en un vaso de cerveza, a la espera del siguiente, de los siguientes exámenes que nos aferraban tanto a la vida.
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