Hay gente experta en dar malas noticias. Seguro que conocéis a alguien así. Los ves venir desde lejos, circunspectos, torciendo la cabeza, los labios apretados, algunos, incluso, haciendo pucheros. «¿Te acuerdas de fulanito»?, te dicen. Y entonces te sueltan una desgracia.
Con frecuencia, estas personas conocen datos escabrosos que detallan con deleite: cuándo empezó la enfermedad; cómo se rompió el tobillo por varias partes (hacen, incluso, el ruidito de los huesos quebrándose); la intoxicación alimentaria que a punto estuvo de llevarse a Menganita al otro barrio; la ruina a la que su vecino, putero y golfo, ha condenado a la familia, la familia Plin, tan conocida y respetada en la ciudad…
No es extraño tampoco que estas personas, hombres o mujeres, insidiosos profesionales con cara de no haber roto nunca un plato, tengan un conocimiento morboso —enciclopédico— de extrañas formas de morir. Conocen el caso de aquel asiático al que un ascensor se tragó («cómo es posible», te dicen, «apenas una rendija de tres centímetros ha triturado su cuerpo») y del esquimal devorado por una león marino y, seguro, también la historia del tibetano que murió lentamente por inanición en la grieta de una montaña por la que resbaló.
Lo conocen de primera mano, como si hubieran estado allí.
Hay gente experta en dar malas noticias... Clic para tuitearPero no hay que irse tan lejos, no, a China o a Japón o a la India. Aquí mismo, en nuestro país, quién sabe si en la misma ciudad o el mismo pueblo en el que vives, los expertos en malas noticias saben de aquel al que se le cortó la digestión por beber agua muy fría después de un partido de fútbol a cuarenta grados o quien cayó de un árbol por tratar de salvar a su gatito.
Si alguna vez tratas de cambiar de tema cuando estás con ellos, se quedan mudos, como paralizados, hasta que suspiran muy profundamente, elevan los hombros y vuelven a la carga, poco a poco quizá, hasta que te ves envuelto de nuevo en una miseria de proporciones bíblicas o en un desgraciado mar de sangre y fluidos.
Lo más preocupante es que llega un momento en el que nosotros, optimistas por naturaleza, positivos por convicción, entramos en el juego, apuntamos mentalmente los detalles de la historia para, a continuación, transmitirla a otros como si de una epidemia se tratara.
Y así, el virus de los cenizos, de los agoreros, de los expertos en malas noticias pervive, mutando de cuerpo en cuerpo, de persona en persona, adaptándose a las condiciones del ambiente para, al final, no dejar a nadie libre de contagio.
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