Hace muchos años le dije a alguien delante de un póster que anunciaba la San Silvestre salmantina: «Este año corro yo esa carrera». Quien me acompañaba se mofó de mis palabras porque, aunque yo estaba en buena forma física, nunca había salido a correr. Hay que entender, además, que en aquellos momentos en provincias como Salamanca había cuatro runners contados, y os podéis imaginar que correr de forma amateur era cosa de unos locos raros, en absoluto algo mayoritario como lo es ahora.
Aunque me duela, debo reconocer que, efectivamente, no corrí esa San Silvestre. Ni tampoco la siguiente. Pero a la tercera fue la vencida, y un diciembre de hace ya muchos años corrí mi primera carrera. Mi objetivo, como el todos los que empiezan a correr, era llegar a la meta sin morirme en el camino. Así de simple. No sabía nada de ritmos, de tiempos, de zapatillas para corredores neutros, pronadores o supinadores… Solo correr. Ese día llegué a la meta y sentí una alegría inmensa, porque la misma persona que apenas aguantaba quince minutos corriendo en su primer entrenamiento de pronto había cubierto diez kilómetros unos meses después. No tengo ni idea de en qué posición terminé (es que ni me lo planteaba), solo sé que cuando entré por el arco de meta me sentí orgulloso de mí mismo.