—Lo que me has dicho es muy cruel —dijo ella en un susurro.
—No menos que tus palabras —aseguró él con el último ápice de dignidad que le quedaba.
En silencio, ella empezó a remover la taza de café que acababan de servirle, tras dedicar una sonrisa amable al camarero. «Esto sí que es bueno», pensó él, y le vino a la cabeza esa canción, Dulcemente me matas, “nananana nanana”, o algo así.
Decidió cambiar su estrategia y abandonar el ataque frontal para intentar un asalto por sorpresa; tenía que lograr que ella bajara la guardia, así que empezó a rescatar los buenos tiempos, los instantes felices.
Preguntó:
—¿Te acuerdas de aquel día?—.
—No —respondió ella con la mirada fija en el humo de su café mientras hacía círculos con un bolígrafo en una servilleta.
Él sintió que los recuerdos se le escurrían entre los dedos, que se iban sin remedio por el desagüe, así que en un último esfuerzo heroico puso en juego todos los recursos de encantador de serpientes y empezó a hacer sonar su flauta. En un momento, ella se sonrió.
«Todavía hay esperanza», deseó él.
A ella le sonó el teléfono.
—Espera, que no te oigo. Sí, dime, dime.
Tapó el auricular y se dirigió a él:
—¿Puedes esperar un minuto, por favor?
Y en vez de uno fueron ocho los minutos que transcurrieron en un ir y venir de «lo que tú digas», «termino pronto», «a qué hora llegas», «paso a buscarte».
Cuando colgó, ella le soltó:
—Perdona, tengo que marcharme. Te deseo que seas feliz, Pablo.
A lo que él solo acertó a responder:
—Si quieres, te acompaño a casa.
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