Una mañana llegó a mi casa y se sentó a la mesa, como tantos domingos. Le gustaba comer en familia, aunque apenas probara bocado de algunas cosas y se llenara el plato hasta arriba de ensalada. Decía que había que cuidar el cuerpo, que el suyo ya estaba viejo y no quería castigarlo más. También ejercitaba la mente: mucha lectura, toda la que no pudo tener en la escuela a la que no fue (la abandonó en primaria, como tantas mujeres de comienzos del siglo XX) ni tampoco después, en la España de la posguerra.
Esa misma mañana, cuando estábamos ya en los postres, nos contó algo que nos hizo reír a todos, inconscientes o, quizá, ignorantes de las malas pasadas que juega a veces la cabeza, nuestra mente:
—«No os los vais a creer, vais a decir que estoy tonta, pero hoy he visto una serpiente en el cuarto de baño».
—«Abuela, eso es imposible. No llevarías las gafas», dijo alguien, quitándole hierro al asunto.
—«Claro, hijo, ya sé que es imposible. Eso es lo que me asusta: que la he visto y sé que no puede ser».