No pude reprimir el bostezo. No pude. Y eso que lo intenté.
La obra era infumable. Una retahíla de consignas políticas difíciles de identificar con alguna opción ideológica medio razonable. Los actores sobreactuaban y cada diez o quince líneas de texto emitían un grito sincopado que hacía que los espectadores de la primera fila dieran un respingo al unísono en ciclos de pocos minutos.
El primero de los actos (los folletos decían que eran tres) transcurrió de sobresalto en sobresalto, como la bicicleta de un niño que circula por un camino lleno de baches.
Sin embargo, el bostezo fue al final del segundo acto, quizá en el tercero, porque no sabría decir cuándo terminó uno y empezó el otro. Fue poco después de que el actor barbudo se desnudase al completo, bajara del escenario y dijese no sé qué sobre Bakunin, para después… después se paseó en pelota picada entre el público.
Cuando la desnudez del actor dejó de ser una sorpresa y comenzó a ser una incomodidad para los asistentes, se iniciaron los murmullos. Los dos actores y las tres actrices que seguían en el escenario cambiaron de registro, terminaron con los gritos para comenzar con una salmodia lúgubre. No había forma de entender lo que decían. Algunos, los más vivos, supieron anticiparse y abandonaron el teatro con rapidez. La organización cerró las puertas: nadie más saldría hasta terminar la obra.
El actor desnudo se unió un rato después a sus compañeros en el escenario. Los seis murmuraban a la vez, una suerte de canturreo que se transformó en un zumbido de palabras ininteligibles.
Entonces, sucedió. Mi boca se abrió, mis maxilares se separaron casi hasta desencajarse e inhalé de una forma profunda y ruidosa, como un rugido de hastío. Los actores detuvieron la interpretación y miraron hacia donde yo estaba.
La mujer del asiento delantero se giró y me observó con los ojos muy abiertos. No sabría decir si era miedo o sorpresa. Fue la siguiente en bostezar. Continuó mi acompañante, luego el señor del monóculo, casi inmediatamente la chica del jersey de rayas. Y entonces fue la fila entera y al instante toda la zona central. Un dominó de bostezos recorrió el teatro.
Cuando todo el teatro bostezaba, los actores se contagiaron.
Quisimos interrumpirlo, cortar la cadena de inhalaciones y exhalaciones. Algunos dejaron de respirar para provocar la hipoxia. En un lateral los asistentes comenzaron a abofetear a quienes tenían al lado. Muchos se tiraron de los pelos, arrancándose gruesos mechones. Otros, los que aceptaron peor, se pellizcaron hasta sangrar.
Tras dos horas de bostezos, nos dijeron que iba a intervenir el ejército. Algunos arrancaron los asientos y construyeron una trinchera.
Se apagaron las luces. Comencé a sentir un fuerte olor a gas.