Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que salí con mis amigos.
La primera vez de verdad, de quedar todos sin padres ni hermanos mayores, de tener una hora de llegada, de calcular si me llegaba la paga que recibía cada viernes para una cinta de casete. Tenía la edad ideal, apenas 14 años, y acababa de empezar el instituto. Aquel día quedamos unos cuantos (todavía nos vemos de vez en cuando, casi treinta años después) en una hamburguesería que ya no existe de mi ciudad, de Salamanca.