Apenas hace un día, una semana, un mes… Y, de pronto, has desaparecido.
Ayer estabas, estábamos. Hablamos por teléfono. Regaste la planta, recogiste las cartas del buzón, dejaste preparada la comida del día siguiente. Anotaste (lo leí) que necesitabas comprar leche, huevos y algo para el desayuno. Para cuando fuéramos nosotros. Eso ha sido, como quien dice, ayer.
Y hoy… hoy, de pronto, desapareces.
Entré en la casa cuando ya no estabas y cerré las puertas de las habitaciones. El olor a ti, intenso, hizo que volviera a abrirlas y también que dejara entrar el aire por las ventanas. Fue raro. Necesitaba que la casa se aireara, aun sabiendo que cuando ese olor se desvaneciese tú desaparecerías un poco más.
Bueno, ya sabes: nunca desaparecerás del todo. No habrá un día en que alguno de nosotros no te pensemos. Quiero creer que este amargor, que esta incomprensión, que este «no me puedo creer que haya sido así» se irá también, como los restos de petróleo de la playa con el paso del tiempo.
Con papá fue distinto: lo esperábamos.
Pero tú vas y, de pronto, desapareces.
Y ahora no sé qué pensar, qué sentir. Quiero controlarlo, quiero ordenarlo en mi cabeza, meterlo en el cajón «cosas que pasan», «vida imprevisible» o «dolor soportable». A veces lo consigo (siempre te cabreó y admiraste a partes iguales esa capacidad mía para racionalizar las cosas), pero hay días, como hoy, que me siento vulnerable, quebradizo. Y entonces me repliego, como un caracol cuando lo tocas con el dedo.
Será por eso que acudo a esta terapia, la escritura, que de tantas me ha sacado. Aunque tú ya no vayas a leerlo, aunque pueda parecer que de nada sirve, que son palabras que se las lleva el viento; palabras vanas, fútiles. No es así. Las palabras permanecen, a ellas me aferro para que no te vayas del todo.
Con ellas me resisto a que desaparezcas.
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