Cuántas veces he estado al límite. A punto de estallar. Muy cerca de pifiarla, de estropearlo todo, de tomar una decisión que, en ese momento, precisamente en ese instante previo a la detonación, a mí me parecía la correcta.
Muchas veces.
Me vienen a la memoria algunas escenas explosivas; bilis acumulada, sangre en la cabeza, manos sudorosas. Aun hoy me parece justificado reventar. No lo hice, no estallé. No en todos los casos, al menos.
No conté hasta diez, no pensé en las consecuencias, no puse la mente en blanco. Nada de eso. Y, sin embargo, milagrosamente me contuve, paré la deflagración, apagué las llamas que me consumían.
Sé que hago trampas al solitario. Los explosivos que no estallaron se quedaron en el arsenal, durmientes, a la espera de una nueva mecha que los detone, liberando así 192 millones de megatones de mierda con consecuencias imprevisibles, llevándose por delante a culpables e inocentes.
Esta noche he soñado con una reacción-bomba atómica.
Todos muertos.
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