Salgo a la calle. A hacer deporte. Son las ocho de la tarde y, aunque a lo lejos unas nubes negras anuncian tormenta, no ha llovido en todo el día. Una tregua después de tres jornadas de turbión, violento y gris.
La vuelta a la actividad física no es sencilla: han sido muchas semanas con demasiadas horas sentado frente al ordenador y, aunque he tratado de desperezar los músculos casi a diario, no es lo mismo que salir a correr con frecuencia. Por eso ahora suelo empezar los entrenamientos caminando rápido hasta que, paulatinamente, mi cuerpo vuelva a la… ¿normalidad?
El barrio de Sevilla en el que vivo está a las afueras. Tiene un parque hermoso para correr y unos cuantos espacios verdes que rodean una zona residencial. También un corredor largo, un antiguo cauce de un río menor que termina justo en la frontera con las 3000 viviendas, marcada por las vías del tren.
Es obvio que estos días la expresión «salir a la calle» cobra una dimensión especial. Para mí. Para los demás. El tiempo de calentamiento, caminando deprisa, me entretengo escrutando las actitudes de los otros cuando se cruzan conmigo. Los hay exagerados, armados con mascarilla premium y guantes —a pesar de su inutilidad cuando caminas al aire libre—, que casi se lanzan a la cuneta cuando paso a su lado. Otras personas, la mayoría, guardan una distancia prudencial sin demasiadas alharacas. Algunos, adolescentes inmortales, sobre todo, pasan despreocupados, vivos y hormonales.

La calle y los niños
A punto de empezar la carrera, veo a varios niños muy pequeños sentados en una manta sobre el césped. Están tranquilos, todos con un libro en la mano, en una suerte de picnic cultural. Sus padres miran con preocupación el cielo gris.
Me da por pensar en la cantidad de libros que he comprado en lo que llevamos de confinamiento. Más de lo normal. Y no será porque no estoy abastecido con mi propia biblioteca.
Irene Vallejo, en su imprescindible «El infinito en un junco», cita a Walter Benjamin: «Renovar el viejo mundo: este es el deseo más profundo del coleccionista cuando se ve impulsado a adquirir nuevas cosas». Quizá está ahí la explicación, en pensar en los libros, en la belleza, en el conocimiento, como los pilares de un mundo renovado tras la pandemia.
Es un sueño antiguo, el de Alejandro Magno y su Biblioteca de Alejandría. Y nuevo, el de cien autores y autoras que están escribiendo en la actualidad un libro —uno por cada año de este siglo— que imprimirán con el papel que se obtenga de los mil abetos plantados en una región de Noruega. Será la Future Library. Sus libros no estarán disponibles hasta el año 2114. Ahí está puesta la esperanza del mañana.
Salgo a la calle. Comienzo a correr y sueño con el futuro.
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