—Estamos en verano, Irene, y las setas son de otoño —me explicó, condescendiente—. Pascual suele utilizar setas congeladas, pero a mí me gustan más las deshidratadas. Las pongo la noche anterior en un litro de agua para que se hidraten y después utilizo este líquido para el caldo de cocción. No son difíciles de encontrar. En cualquier supermercado las tienes por cuatro o cinco euros la bolsita de 40 gramos. No es un producto barato, pero tampoco es una barbaridad. Si quieres quedar bien invitando a alguien a cenar a casa, un Risotto de setas es bastante aparente.
Asentí con la cabeza tratando de mostrar un interés que había desaparecido como por arte de magia. No era culpa de Dani. No, de verdad que no era su culpa. Se esforzaba en la explicación, tenía ese ímpetu de los veintitantos, quizá azuzado por haber conseguido ligar con una diez años mayor. Aunque, pensándolo bien, el chico tenía pinta de “hacer las delicias” (por hacer una metáfora culinaria) de cualquier mujer que se subiese al Transcantábrico. El caso es que me volvía a pasar. Me sucede desde niña. Tras la ilusión de la novedad, me aburro de las cosas demasiado pronto.
—Se empieza pochando la cebolla muy despacio con el aceite y la mantequilla… ¿Sabes lo que es “pochar”?
—Dani…
—Vale, vale, perdona. Pues eso. Lo primero es sofreír la cebolla cortada muy pequeña. Tienes que hacerlo a una temperatura no muy alta hasta que esté blanda, pero no marrón.
—¿Quién crees tú que ha sido? —le interrumpí—.
—¿Cómo? —respondió, descolocado.
—El que ha robado el lápiz de memoria al político alemán.
—Pues no tengo ni idea, pero le pinta bien al muy imbécil. ¿No me estás atendiendo?
—Sí, sí, perdona. Sigue. Después de pochar la cebolla, ¿qué?
Dani volvió a retomar el hilo de la explicación con una facilidad pasmosa. Lo siguiente era escurrir las setas y mezclarlas con la cebolla con un punto de calor. A la mezcla se le añade sal y pimienta. Me encanta la pimienta. A todo le pongo pimienta.
—¡No tires el caldo de las setas! —me advirtió—. Recuerda que lo vamos a utilizar para cocer el arroz.
El cura. Si fuera policía sospecharía del cura. ¿Qué hace un cura en un tren turístico de lujo? O la mujer del diplomático alemán. Podría haberle robado el lápiz de memoria por despecho. O el tipo siniestro que viaja solo, el que se pasa el día haciendo crucigramas. Es el único que en las excursiones programadas nunca se une al grupo. Me he fijado: cuando bajamos del tren siempre finge estar hablando por teléfono y, cuando menos te lo esperas, ha desaparecido. ¿Y yo? ¿Podrían pensar que soy yo la ladrona? Alguien que tiene casi un tratado sobre el aburrimiento, que sabe bien lo que significa el tedio, podría haberlo robado solo para sentir algo, la emoción del peligro. Al fin y al cabo, por eso me había subido al Transcantábrico, por la emoción.
(CONTINUARÁ…)