
Se juró por su vida no coger el teléfono si él llamaba. Para mayor convencimiento, realizó el exorcismo de la santera. Cogió una foto de él y se la introdujo en la boca, masticándola muy despacio. Después, regurgitó la bola de papel y la puso en la urna con las cenizas de la abuela. “Los muertos han de estar con los muertos”. Y quizá fue este segundo paso, no previsto en el ritual, improvisado para mayor gloria de su despecho, lo que falló. Porque él llamó; y ella respondió a su llamada. Y ahora iba a reunirse con él, armada con una cruz de Caravaca en un bolsillo y un frasco de agua bendita en el otro. Antes de salir recogió un cuchillo de la cocina. “Este espíritu es muy resistente”, pensó.
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