Tras la sonrisa afable de Fred West, un conductor de una furgoneta de helados en Reino Unido, se escondía un cruel asesino. En Estados Unidos, allá por los 80, el Carnicero de Milwaukee mató a 20 personas (y se comió a algunas de ellas). Era, parece innecesario decirlo, carnicero de profesión. También en los Estados Unidos, pero treinta años antes, a Nannie Doss se la conoció como «la abuela risitas» por su costumbre de reírse mientras hablaba de sus crímenes. Mató a 11 personas: cinco maridos, dos hijos, su madre, su hermana, un nieto y una de sus suegras. Su rostro risueño invitaba a la confianza.
En realidad, todos ellos parecían «personas normales».
Es muy posible que por la cabeza de alguno de los familiares, vecinos y colegas de todos esos terribles seres en algún momento, tras el asombro y el sobrecogimiento, se cruzara, aunque fuera fugazmente, un pensamiento del tipo «nunca conoces a nadie del todo»

Hace unos años, en una de las casas en las que viví, una tarde fría de enero me encontré a la policía tirando abajo la puerta de mi vecina del 1º A. No, ya lo adelanto, no era una asesina en serie. Era una mujer viuda con un ojo verde y otro tirando a gris, el pelo blanco y una educación exquisita. No era de muchas palabras, pero siempre fue amable y discreta.
La mujer, Julia, tenía por costumbre subir por las escaleras —suponíamos que, como a tantas personas, no le gustaban los ascensores— y el único detalle que podía llamar la atención era que en sus salidas y entradas siempre llevaba entre las manos un producto de limpieza.
Una sobrina de Julia se había alarmado tras varios días intentando hablar con ella sin éxito y había llamado a la policía, temiendo que a su tía le había sucedido lo que a tantas personas mayores que viven solas. Cuando la policía abrió la puerta, lo que se encontró fue un vertedero repleto de bolsas de basura en el que destacaban, como si fueran trofeos, decenas de botellas de lejía y limpiasuelos.
En la casa en la que vivo ahora oigo a unos vecinos discutir con mucha frecuencia. Una mujer grita a su hijo y a su hija, ambos adolescentes, les dice unas barbaridades en un tono que asusta. No logro identificar de dónde provienen los gritos. No somos muchas familias en el bloque, pero por más que trato de adivinar quién es capaz de decir semejantes cosas a sus hijos no consigo imaginármelo.
El jueves subí a la azotea a recoger la ropa tendida y me encontré con X. Me ha saludado, me ha preguntado por la familia, se ha interesado por si alguno de nosotros ha pasado el covid. Me hablaba tan bajito que he tenido que acercarme a ella para oír mejor. No puede ser, es imposible: ¿será ella la que se transforma cuando nadie la mira?
Hoy después de cenar he observado a mi mujer. Miraba a la televisión, distraída, musitaba algo ininteligible, se quedaba pensativa, como ida, y luego, de pronto, volvía en sí para volver a fijar su atención en la tele. He descubierto gestos en ella que hasta hora habían pasado inadvertidos. ¿Son, quizá, señales de que nunca conoces a nadie del todo, ni siquiera a los más cercanos?
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