Ser especial es un arma de doble filo.
Ser —o sentirse— único, diferente, tiene el punto a favor de la exclusividad. Lo cotizado, a lo que nuestra sociedad le otorga valor, suele ser exclusivo: joyas únicas; la moneda que se acuñó con una muesca que no tiene ninguna otra de su serie; el disco del grupo x en el que, de forma inadvertida, quedó grabada la voz del cantante pidiendo una hamburguesa al terminar de cantar…
Hay que reconocer que el estoicismo de no seguir al rebaño, de ser el punto de color en un lienzo plagado de puntos grises que, en definitiva, distinguirse de los otros —anodinos, meras copias en serie— dota a esta idea romanticona de «ser especial» de un aura mística que aprovechan con inteligencia los creativos publicitarios y los filósofos de saldo.
Pero ser especial es, muchas veces, una grandísima mierda.
Y si no que se lo digan a los niños que se distinguen de los otros de su clase por su sensibilidad, por su inteligencia o por sus dificultades de aprendizaje. Que le expliquen a ellos que ser especial, distinto, es guay. O a los que tienen una enfermedad rara. O a quien, simplemente, siente que no encaja. Ahí no mola tanto ser especial.

El especial impostado
También están, no lo olvidemos, los que persiguen con denuedo ser diferentes. Ay, ay, cómo me cabrea esta especie. Estos viven obsesionados con ello, con la diferencia porque sí. Son activistas del tocapelotismo. Seguro que conocéis alguno/a.
Esta tribu suele ser gente tremendamente egoísta, probablemente personas que sufren una gran cantidad de complejitos. Estos —ellos y ellas— quieren imponer su diferencia de plástico a los demás. Son taaaaan especiales que todo el mundo a su alrededor tiene que soportar sus rarezas impostadas y bailarles el agua para que no se frustren.
Contadme, contadme ejemplos de esta gente, que seguro que conocéis a alguien: los que deciden no ducharse porque es cool, los que te imponen sus horarios contracorriente, los que vetan determinados sitios porque sí, los que deciden no regalar pero les encanta que les regalen, los que manifiestan sin pudor que decir «gracias» y «por favor» está demodé… Yo qué sé. Son estos. Ya sabéis. Los especialitos.
Si caen en tu esfera privada, siempre puedes darles la patada, reducir el contacto o asumir que, quizá, te hiciste su amigo o amiga por alguna razón que ahora mismo no recuerdas.
Pero ¿y si los especiales caen en tu esfera laboral? ¿Y si te traen de cabeza con sus rarezas, te hacen perder el tiempo con sus ocurrencias o, peor, perjudican a toda la tropa que es «normal» (comillas y más comillas)? Por supuesto, algunos compañeros o compañeras de trabajo excéntricos pueden ser —lo sé— inofensivos, una pincelada de color, una anécdota que contar. Pero ¿y si es tu jefe o tu jefa?
La distinción perseguida tiene otra cosa: que es adictiva. Los fieles de la excentricidad son yonquis. Clic para tuitearLa distinción perseguida tiene otra cosa: que es adictiva. Los fieles de la excentricidad son yonquis. Los más finos, además, nos hacen tambalear, dudar de si nuestra normalidad no es grosera, contranatura, demasiado conservadora. Oye, y qué mal se siente uno a veces con su normalidad rampante.
Yo, de cualquier forma, he decidido que a estas alturas del partido lo que me hace distinto es (intentar) ser un tipo normal. Que no quiero ser especial, coño. No sé cómo lo veis.
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