En la serie que estoy viendo, un plano general del salón nos muestra a la protagonista mirando a través de un gran ventanal. La chica se ha servido una copa de vino y se ha dejado un cajón abierto en la cocina. Ha oscurecido y llueve torrencialmente, como si el mundo se fuera a terminar cuando ella apure su copa.
Con buen criterio —la serie es solo regular— el director ha decidido no montar ningún sonido para generar suspense o alguna otra emoción sobre esta escena. Tampoco música. Solo se escucha la lluvia caer.
Suficiente para que el espectador empiece a inquietarse.
Un cajón abierto, la oscuridad de la noche y la lluvia. Yuyu. Desasosiego, al menos. Con qué poquitos recursos. Pero lo cierto es que ahí estamos los y las espectadoras retrepándonos en el sillón, anticipando el miedo.
En mi infancia tuve los miedos normales, los de todos: miedo a la oscuridad, a escuchar ruidos extraños al quedarme solo en casa —que levante la mano quien encendiera la televisión para sentirse acompañado/a—, a los animales que me parecieran feroces —que eran casi todos—, a que les pasara algo a mis padres…
En mi infancia tuve los miedos normales, los de todos: miedo a la oscuridad, a escuchar ruidos extraños al quedarme solo en casa… Clic para tuitearLos dos primeros los resolví más o menos por la vía rápida: terapia de choque. Esperé a quedarme solo en casa, apagué todas las luces y me acurruqué en silencio junto a mi cama, sentado en el suelo, dispuesto a escuchar todos los ruidos fantasmagóricos que surgieran de mi edificio. Hice esto dos o tres veces y… voilá, se acabó el miedo.
Con el miedo a los animales (aparentemente) feroces , tuve menos éxito. Una tarde bajé a jugar a la plaza y me dirigí confiado a acariciar a Superman, un dogo argentino que a mí me parecía un elefante. Cometí la imprudencia de acercarme con mi merienda en la mano, así que Superman despreció mis caricias para abalanzarse sobre mí, tirarme al suelo y comerse mi bocata de mantequilla y chocolate.
El último, el de mis padres, no desapareció jamás. Aun ahora, cuando ya no está ninguno de los dos, puedo recrear ese miedo, esa angustia tan infantil, tan natural. De verdad que soy capaz de pulsar todos los receptores neuronales que se activaron en su momento y revivir todas aquellas veces que de niño sentí el miedo a perderlos.
Será que ahora soy padre y no quiero ni imaginármelo. Será que no lo he superado.
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Foto: Paula Schmidt / Pexels
1 comentario
Yo me quedo con uno, el más intenso, paralizante y doloroso que he sentido en mi vida: el miedo a que sonara el teléfono por la noche entre marzo y mayo del año pasado. Y sí, es cierto, se recuerda y se revive con la misma angustia.