En la magnífica serie danesa «Cuando el polvo se asienta» hay un personaje, un anciano, que vive en una residencia. Aunque es mayor y está postrado en una silla de ruedas, sus facultades mentales están intactas. Su habitación se asemeja a un miniapartamento en el que puede tener, más o menos, su intimidad y su cierta autonomía, a la vez que el personal de la residencia puede ayudarle en la ducha, el baño o en la comida.
No me interesa entrar en profundidad en la serie (aunque la recomiendo encarecidamente, la podéis ver en Filmin), pero necesito contar algo de su argumento sin destripar nada para llegar a donde quiero.
Holger, así se llama el hombre mayor del que os hablo, conoce por casualidad a Ginger, una joven a la que la vida la ha llevado a vagar por la calle, sin oficio ni hogar; cuando sus amigos y conocidos dejan de darle refugio, Ginger termina en la residencia de mayores de Holger, durmiendo en un almacén.
Los dos personajes, la joven y el anciano, entablan una relación de amistad, y Ginger se convierte en algo así como en una amiga-asistente a cambio de un sitio en el que dormir. Y eso a pesar de que Holger es un hombre difícil, que siente un gran resentimiento ante la vida y apenas tiene relación con sus hijos, que le echan en cara muchas cosas.

Por su parte, Ginger trata de retomarle el pulso a su vida para recuperar a su hijo, al que dejó al cuidado de su hermana. Con Holger tratará de volver a ser una persona de fiar para el cuidado de su hijo. No lo facilita el hecho de que ha sido testigo de un atentado terrorista que ha causado varios muertos en un restaurante. Ella lo ha grabado con su teléfono móvil, pero no quiere llevárselo a la policía. Uno de los muertos en ese restaurante es la hija de Holger.
Las malas pulgas de Holger son evidentes desde que aparece en escena, aunque el paso de los capítulos explicará y profundizará en las causas de su carácter y de su mala relación con sus dos hijos y, en general, con el mundo.
Precisamente, en las primeras escenas en las que aparece el anciano una de las trabajadoras de la residencia está aseando al hombre y sufriendo su mal carácter. Otra trabajadora se dirige a su compañera y le dice: «¿Cómo llevas tener que limpiarle el culo a un racista?».
«¿Cómo llevas tener que limpiarle el culo a un racista?» Clic para tuitearPorque una de las claves de esta extraña relación entre Holger y Ginger (y uno de los aciertos de la serie) es que, a pesar de ser un hombre despreciable en algunos aspectos —es un racista recalcitrante, que dice mil barbaridades sobre el atentado y la supuesta autoría por parte de jóvenes musulmanes—, de pronto para el espectador cobra humanidad. Empatizamos con Holger. Nos cae bien ese racista.
¿Qué nos pasa? ¿Cómo podemos sentirnos afectivamente cerca de un ser cuyas ideas, racionalmente, nos parecen despreciables? (al menos a mí, claro).
Y esto me lleva a dar un salto argumental y pensar en tooodos esos genios de la literatura, el cine, la pintura o cualquier otra cosa cuyas obras y producciones nos parecen deliciosas, pero ellos… ¡ay, ellos (o ellas)! Su catadura moral es, cuando menos, discutible y, a veces, deleznable.
¿Qué hacemos, con qué nos quedamos? ¿Podemos disfrutar de un estupendo libro escrito por un pederasta? ¿Y esa magnífica obra de la arquitectura, levantada con el sudor de mano de obra barata, cuando no esclava? ¿Y ese maldito actor o esa puñetera actriz que hacía la vida imposible a sus semejantes? No olvidemos la historia de ese músico, un colaboracionista nazi…
En fin, no tengo muy clara la respuesta a mi propia duda. Y vosotros, y vosotras, ¿qué pensáis?
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