Que volar es una habilidad superior a cualquier otra no tiene duda. O al menos eso afirma nuestro superhéroe. Y decimos “nuestro” porque es una forma de hablar ya que, la verdad, es un personaje bastante despreciable. Catwoman le llegó a decir un día: “Superman, eres un cabrón misógino”. Pero él, en un alarde de desafección, chascó sus dedos, saltó de una altura equivalente a un séptimo piso y recogió entre sus brazos a un gato atrapado en la copa de un árbol, y todo en un lapso de tiempo de apenas unos segundos, como para dejar claro que ese poder, en concreto ese y no otro, no solo era de una utilidad innegable en un mundo que camina apresurado a su destrucción sino que, además, reunía todas las bondades que una sociedad en permanente peligro podría desear en un superhéroe.
Estaban los superhéroes un día cualquiera en estas disquisiciones —hay que advertir que los superhéroes no son, dada su naturaleza, ni mucho menos proclives a razonamientos excelsos, y sí seres extraordinarios más tendentes a la acción que al pensamiento—, así que, decíamos, una tarde lluviosa de abril tomaban algo en el bar en el que solían reunirse todos a media tarde, justo después de que terminase el primer turno de guardia. Esto es un aspecto que la ciudadanía desconoce, que por sesenta minutos, apenas una hora, el mundo queda sin protección porque los garantes de la paz juegan al mus y toman un par de copas antes de comenzar el indeseado turno de noche.
En esas estaban cuando Spiderman, algo pusilánime, comentó que él comprendía las limitaciones de tejer telas de araña, pero que se conformaba con ello y que aceptaba que saltar de edificio en edificio no era exactamente lo mismo que volar. Catwoman lo fulminó con la mirada y lamentó desde lo más profundo de su ser que alguna vez, después de una noche agitada, ella hubiese terminado entre las telas —nunca mejor dicho— de alguien con tan escasa personalidad. Fueron Batman y Robin los que tuvieron que intervenir —primero Batman y después Robin porque, aunque bien avenidos, ambos eran consciente de su distinta posición— para dejar claro que de ningún modo era imprescindible poseer capacidad extrasensorial alguna para servir a la humanidad y, quizá en un arranque de inmodestia, se pusieron a ellos mismos de ejemplo, y argumentaron que solo había que disponer de un intelecto superior y aprovechar lo que la ciencia y la tecnología ofrecían para liderar, como era el caso, la clasificación de héroes del mes.
Atrás quedaron los días en que Linterna Verde tuvo su personal crisis de fe durante la cual decidió dejarlo todo, no sin la mofa de nuestro superhéroe, que no entendía la razón por la cual Linterna abandonaba su anillo de poder y se retiraba al monte, como si de un eremita se tratase, justo después de haber sido desplumado en un matute infecto por Superman, que formaba pareja de timba con el Capitán América. Fue allí cuando Hulk, el compañero de naipes de Linterna Verde, arrojó iracundo la mesa de cartas contra una pared y acusó a sus contrincantes en el juego de tahúres y farsantes. De un manotazo arrancó de cuajo el escudo del Capitán América, que salió del garito dispuesto a enfrentarse a un Hulk cada vez más verde que maldecía el provincianismo del Capitán.
No pretendemos, sin embargo, contribuir a que lectoras y lectores se hagan una idea distorsionada de estos próceres, modelos aspiracionales para los más pequeños. En su descargo hay que decir que es mucha la tensión que soportan a diario en el desempeño de lo que es, claro está, algo más que una profesión. Y más en estos días en los que reciben el ataque racheado y a menudo sorpresivo de “semihéroes” —por llamarlos de algún modo— procedentes de los países asiáticos, réplicas de inferior calidad de los originales. De hecho alguno todavía derrama en privado alguna lágrima cuando recuerda la trampa que unos cyborg chinos le tendieron al Hombre Invisible. Fue una encerrona en toda regla que exigió la intervención colegiada de todos y cada uno de los superhéroes. Estaba el Hombre Invisible desempeñando labores de contravigilancia. Se había detectado una célula de cyborgs procedentes de Taiwan y, en vez de eliminarlos como en otras ocasiones, decidieron someterlos al control incorpóreo del Hombre Invisible. Pues bien, algo salió mal porque en apenas cinco minutos lo rodearon cinco clones, que lanzaron chorros de tinta para hacerlo visible. El Hombre Invisible dio la señal de alerta, un SOS urgente y desesperado y, a pesar de la respuesta diligente de sus compañeros, nada pudieron hacer por él. La cosa se puso fea. Tuvieron que emplearse a fondo. Arriesgaron sus vidas. Y tanto que las arriesgaron. Superman, sin embargo, decidió no tentar a la suerte y emprendió un vuelo rasante para después ascender hasta los límites de nuestra atmósfera y, una vez allí, dejarse mecer por esa sensación de ingravidez que, inequívocamente, le da ventaja sobre cualquier otro superhéroe.