Ha pasado justo una semana desde que escribí por primera vez en el blog sobre el coronavirus y sus consecuencias para mí y los míos. En aquel artículo decía, lo recordaréis, que me sentía como si estuviera desajustado, desintonizado, pero que apenas había empezado a sufrir un confinamiento que, ahora sí, es total.
Esta semana, de pronto, soy realmente consciente. En general. Consciente. No digo que antes no intuyera la gravedad de las cosas, que no percibiera que los problemas y sus consecuencias iban a crecer en progresión geométrica. Visto con retrospectiva, lo que sucedía era que todo eso que se nos venía encima flotaba, todavía lejos pero visible, en la exosfera. Una capa de magma turbio y viscoso que ha empezado a colarse por los agujeros de nuestra atmósfera; y ya está aquí. Ha llegado a nosotros en forma de pérdidas.
Cada uno de estos últimos siete días los hemos afrontado siguiendo el mapa de lo que nos hace humanos: el establecimiento de rutinas, el contacto —virtual— con los nuestros, el sentido del humor para sobrellevar las noticias, los trocitos de soledad perseguidos… Y sí, yo también me pregunto si los próximos siete días seremos capaces de mantener el tipo, de sostener el peso del aislamiento, de no perder el foco de lo que hay —de lo que debe haber— al final de todo esto.
Como digo, lo que ha empezado a minar nuestra fortaleza han sido las pérdidas. Quiero decir: en esta semana a muchos se nos han manifestado nuestros —hasta ahora— recónditos temores, se han encarnado. Y de esta forma, quien más y quien menos tiene a alguien o conoce a alguien con familiares que han fallecido por el virus y no han podido despedirse. Las terribles historias que antes nos conmovían ahora no solo nos enternecen, nos inquietan o nos perturban: ahora las sufrimos cercanas. Un chorretón de magma se ha colado por nuestra ventana.
Un chorretón de magma se ha colado por nuestra ventana. Clic para tuitear
En esta semana he podido también conmoverme con amigos que tienen a sus parejas trabajando en los hospitales, exhaustas, que vuelven a casa agotadas, temerosas y sobrerresposabilizadas. Es gente que está en primera línea, pero también otros que no saben si perderán su negocio o su trabajo. Y ya no son figuras anónimas: están ahí, en nuestras redes sociales; son nuestros vecinos, tienen cara y nombre.
He de decir que, personalmente, me siento afortunado y agradecido: he seguido trabajando y atendiendo a mi familia. Todos están bien. Los últimos siete días se han sobrellevado con nota alta y me siento orgulloso por ello y de ellos.
Sin embargo, me sucede algo curioso, extraño, algo que no acabo de encajar. Es difícil de explicar, pero desde hace un par de días sufro por pérdidas que no son de ahora, de esta crisis, de esta pandemia. Tendría, me digo, que estar aliviado: ellos no van a padecer ninguna de las consecuencias de todo esto. Y, aun así, echo de menos pasarlo con ellos, afrontarlo con ellos. Es su ausencia la que ahora se me hace bola.
Como si fuese una pérdida actual.
¡Eh! ¡Si te apetece, deja un comentario! ¡Y si quieres recibir las actualizaciones del blog, suscríbete! Foto: Gisela Merkuur en Pixabay
4 comentarios
Es curioso, porque lo que cuentas de las ausencias que no son de ahora lo he comentado con amigas cercanas y yo misma lo he sentido. No sé muy bien porqué, pero pienso en personas que se fueron hace tiempo y se “están perdiendo” esto…
Ánimo (quizá la palabra que más veces he escrito junto con las siguientes) y a seguir estando bien.
Gracias, me consuela ver que a otros les pasa también. Ánimo y fuerza
[…] diría yo, necesario. Hemos ido pasando por distintos estados —incredulidad, miedo, conciencia, dolor— y ahora toca mirar más allá, proyectar nuestro futuro inmediato, ponernos en la situación de […]
[…] 14 de marzo, sábado. Algo desajustado me encontraba ese día. Una semana después empezaba a ser consciente de las pérdidas: de las cercanas, de las lejanas. El pasado sábado me preguntaba por lo que vendrá después de […]