Desde los 13 años me rondaba en la cabeza la idea de ser periodista. No recuerdo cuál fue la chispa que encendió la mecha, pero tengo muy clara la imagen de lo que en aquel tiempo me parecía el futuro profesional soñado: una redacción de periódico, un «paren las máquinas» ante una noticia inesperada, un escándalo destapado que ayudara a consolidar nuestra democracia.
Un porrón de años después los periódicos en papel están en extinción, las redacciones no son lo que eran —a veces no hay ni redacción, al menos entendida como un único espacio físico—, las redes sociales hacen innecesario parar ninguna edición porque las noticias inesperadas se conocen casi al instante y hace mucho mucho tiempo que un escándalo publicado por cualquier medio apenas provoca que los políticos se despeinen.
Antes de soñar con ser periodista solía escribir. Luego dejé de escribir. Y luego volví. Entre estas tres oraciones, casi veinte años.
La primavera
Fui un niño y un adolescente muy lector: los Hollister, Sandokan, Julio Verne, Gerald Durrell, Roal Dahl…
Con 15 o 16 años gané un concurso al que presenté un cuento espantoso en el que se mezclaban —no queráis saber cómo— la primavera y un mundo fantástico, un pavoroso remedo de Andersen y Tolkien. Fue la excusa perfecta para bloquearme y no volver a escribir hasta varios años después.
Al periodismo —al ejercicio de la profesión, me refiero— me dediqué poco tiempo, porque pronto tuve la oportunidad de empezar a enseñar en la universidad. Me gusta dar clase. Me gusta enseñar a escribir.
La máquina de escribir
Mi abuelo Elías tuvo 11 hijos. Bueno, no es literal, claro, tenerlos los tuvo mi abuela Rosario (fueron 14, pero 3 murieron). Mi abuela falleció siendo yo niño; con mi abuelo compartí mucho tiempo, muchas conversaciones y algunas lecturas.
Mi abuelo tenía en su casa un pequeño despacho con un armario cerrado con llave. En el armario guardaba «folios de los buenos», papel carbón para su máquina de escribir y un montón de bocetos escritos a mano. Cuando tenía más de 80 años decidió autopublicarse y dejar ese legado a hijos y nietos.
Su máquina de escribir era el Mac de los 80. Un aparato de excelente calidad (todo es relativo, amiguitos). Me enseñó a utilizarla y, lo más importante, permitió que me equivocara algunas veces. Y equivocarme era echar a perder «folios de los buenos» y también papel carbón.
En esa máquina escribí mis primeros textos.
En 2013 llegué a Sevilla y a los pocos meses publiqué «Hoy no puedo», un volumen de siete relatos largos. Luego otro parón. Más tarde, una novela inédita. Ahora he terminado un nuevo volumen de relatos largo del que, por qué no decirlo, estoy bastante satisfecho. Veremos si alguna editorial tiene las mismas buenas sensaciones que yo.
Ahora escribo en un Macbook con chip M1. Flipa.
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