Hace una barbaridad de años —yo era apenas un proyecto de adolescente— mi madre me trajo de Londres un chándal que había comprado para mí en Harrods. Suena megapiji y fashion, pero nada más lejos de la realidad: con los años, supe de las penurias que sufrieron mis padres para que mi madre pasara un mes en Inglaterra haciendo un curso que, creían, la ayudaría a prosperar en su trabajo.
No olvidéis que estamos a finales de los 80, cuando no existían los vuelos low cost y cuando España trataba de no seguir pareciendo la de Pajares y Esteso de finales de los 70. Es muy probable —estoy seguro, vaya— que mi madre se gastara lo que no tenía en mi regalo: un chándal blanco, con el pecho forrado de una especie de tela impermeable azul cobalto, la misma tela que corría en una banda estrecha por los laterales del pantalón. Arriesgado, lo sé, pero a mí, como a ella, nos pareció una cosa muy moderna que se salía de la monotonía de lo que se llevaba en una Salamanca conservadora y provinciana.
El primer día que me lo puse mis compañeros de clase se rieron de mí. Se descojonaron, para ser exactos. Yo llegué a mi casa y me lo quité, avergonzado, y juré no ponérmelo nunca más. Y así fue. Por más que mis padres trataron de hacerme ver que la opinión de mis compañeros tenía que importarme un pito, la batalla estaba perdida ante un adolescente como yo al que, como es normal y dicta la biología, le importaba, y mucho, lo que dijesen los demás.
Os juro que todavía hoy me siento mal por aquello. Si no hubiera tenido una madre antidiógenes y ese chándal siguiera existiendo, era capaz de ponérmelo 30 años después.
Abandonar la adolescencia y abrazar la vida adulta supone, entre otras cosas, ir forjando opiniones propias y decidiendo el grado de tolerancia al escrutinio ajeno. Creo que soy una persona con una autoestima sana y un carácter formado, y cuanto mayor me hago menos me afecta lo que digan los otros.

Su opinión importa (o no)
Pero, por más que presumamos, siempre nos influye lo que piensen los que nos rodean —o lo que creemos que pueden pensar— de nosotros. Eso es así y, probablemente, deba ser así en cierta medida para poder vivir en paz y armonía.
El caso es que hace unos días tuve que sopesar el valor que le daba al posible juicio de los otros en un asunto que no voy a detallar. Después de analizar todo, me descubrí a mí mismo decidiendo, con más calor que frialdad, que me iban a importar un pimiento esas opiniones.
Y así, casi como un brindis tardío a mis padres que ya no están, me puse simbólicamente aquel chándal de Harrods y tiré para delante. Como los de Alicante.
¡Eh! ¡Si te apetece, deja un comentario! ¡Y si quieres recibir las actualizaciones del blog, suscríbete! Foto: Timon Studler/ Pexels