El primer episodio de Generation Kill es desconcertante. Desconcertante porque no desconcierta. Uno espera que a estas alturas, con el espectacular desarrollo narrativo y estético alcanzado por las series televisivas, una miniserie sobre la guerra de Iraq no debería parecerse a nada que haya visto antes. Y si viene con la firma de David Simon, el padre de la grandiosa The Wire, con más razón.
Sin embargo, tengo que reconocer que el primer episodio me dejó frío porque, aparentemente, no había sorpresa en el planteamiento. Después cambié mi opinión. Algo parecido le sucedió a un afamado crítico de cine:
La primera vez que vi Generation Kill me desconcertó. La segunda me pareció excelente. Es imposible ser tan honrado y corrosivo haciendo el retrato de esos soldados.
Desde mi punto de vista, lo que hace diferente a Generation Kill no es el argumento ni los actores ni los recursos estéticos que se ponen en juego ni la mirada que se elige para contar la historia. Lo que hace distinta a esta serie de otras sobre la guerra de Iraq no son los trazos gruesos, son los matices, los cientos de matices que hay que buscar después de verla, que están ahí, en el paladar del espectador, pero que solo se hacen presentes un rato después de saborearla, como el retrogusto de un buen vino.
Lo que NO es Generation Kill
Generation Kill no es un documental… aunque lo parece
Ninguno de los códigos que el espectador medio tiene asumidos como propios del documental se manifiestan en la serie. No hay actores amateur, no se intercalan escenas ‘reales’ con la construcción del relato de ficción, no hay entrevistas ni miradas a cámara. Y sin embargo, permanentemente tenemos presente la posibilidad de que lo que se cuenta sea una recreación muy realista del día a día de un batallón de marines en la invasión de un país. Y es así porque todos los acontecimientos que suceden durante los 40 días del asedio a Bagdad no se explican, ni se magnifican, ni se maquillan: simplemente, son. Aunque sea en la ficción televisiva.
Generation Kill no es un alegato político, no es cine denuncia… aunque lo parece
Cada episodio pone de manifiesto la chapuza suprema de esa guerra, pero no lo hace con manipulaciones tramposas: no hay discursos grandilocuentes, ni soldados pacifistas ni nada similar. Una vez más son los detalles, las conversaciones entre los marines o las reflexiones de los mandos intermedios lo que nos conduce a sacar una conclusión así.
Generation Kill no es la historia de un periodista… aunque lo parece
El reportero Evan Wright, de la revista Rolling Stone, pasó más de tres semanas con los soldados americanos. Escribió artículos sobre lo que vio y también un libro. Pero, curiosamente, el personaje del periodista en la serie no tiene, a priori, demasiado peso: no es el narrador, no está presente en todo lo que le sucede al resto de personajes, ni siquiera tiene una ascendencia intelectual o moral que haga discurrir la trama hacia un lugar determinado. ¿Qué pinta, entonces, un ‘plumilla’ (así lo llaman los marines) en un relato coral? Pues que es un testigo privilegiado, porque es el único que mira la guerra desde dentro con ojos de civil. Él no es un profesional.
Yo de mayor quiero ser David Simon
David Simon es un experto en construir personajes potentes. Da igual si es un principal o un secundario, un héroe o un villano. De hecho, en el universo de este periodista-escritor-guionista (al fin y al cabo, todo es lo mismo) no hay malos ni buenos (no del todo, por lo menos, pensemos en Omar Little en The Wire) no hay personajes planos, ni siquiera tridimensionales: todos sus personajes son poliédricos e imperfectos, y por eso reales como la vida misma. No hay maniqueísmo en sus planteamientos: hay verdad.
Una verdad jodida a veces, porque espectadoras y espectadores no terminamos de identificarnos con ninguno de nuestros protagonistas favoritos en The Wire, y tampoco parece fácil elegir a uno de los soldados de Generation Kill como aquel tipo al que te gustaría parecerte. Por ejemplo, el teniente Fick, que parece un marine más culto y moderado que la media, que se enfrenta explícitamente a las absurdas órdenes de alguno de sus superiores para proteger a sus subordinados, llega a afirmar que le hubiera gustado más agresividad y destrucción en el ataque de su batallón a uno de los objetivos. El sargento Colbert, otro de los personajes que generan una cierta empatía, dice en uno de los episodios: “Al ritmo que va esto, esta guerra maldita, todo habrá terminado sin nosotros disparar un maldito tiro”.
En realidad, los marines de Generation Kill son profesionales en sentido estricto. Por encima de todo, son soldados aplicados. Y matar es su profesión. A eso han ido a Iraq y ese es el factor común que los une. Y así los pinta David Simon que, sin embargo, es capaz de presentar una brutal riqueza de personalidades en cada uno de los diez o doce marines que aparecen con una cierta relevancia en todos los episodios. Porque Simon es un artista del ‘mostrar’ frente al ‘decir’. Son sus palabras y sus actos los que revelan al espectador la personalidad de cada soldado y sus matices (otra vez esta palabra).
Curiosamente, en el primer batallón de marines del ejército de los Estados Unidos no hay héroes. Sí, hay hombres valientes (vale, habría que definir otra vez esto de la valentía). Incluso algunos de ellos (no todos, no la mayoría) son capaces de ponerse del lado de la masacrada población iraquí. Pocos pueden sacar conclusiones políticas de todo el tinglado que la súper potencia montó a las puertas de Bagdad, pero alguno hay. Pero cuando en tu subconsciente dices “este soldado mola” porque acaba de salvar a un niño iraquí de una muerte segura, justo en ese momento, descubres que el tipo es un zafio, un pastillero, un racista misógino, un paranoico o un gañán que dejó los estudios para enrolarse en el ejército antes de terminar con sus huesos en la cárcel.
Cuando el que manda es un inútil
La guerra no restablece el frágil equilibrio del planeta. En Generation Kill queda claro, además, que nuestro mundo pende de un hilo por la alarmante proporción de imbéciles con poder. La principal, la más importante y terrible conclusión que sacamos cuando termina la serie es que todo fue una cagada mayúscula. Pero no solo desde el punto de vista político o de la legalidad internacional (en el relato apenas se hace referencia una o dos veces a las armas de destrucción masiva que nunca aparecieron), sino desde el más puro sentido militar. Muchas de las operaciones desarrolladas en esos cuarenta días de asedio fueron grandísimas chapuzas plagada de errores, improvisaciones y de órdenes contradictorias e, incluso, caprichosas.
En este sentido, especialmente atractivo para mí es el personaje del teniente coronel Ferrando, apodado “el padrino” por su voz rota por un cáncer. Es la máxima autoridad en el batallón. Conoce la incapacidad de sus mandos intermedios, sabe de sus excesos. También es consciente de la baja moral de la tropa cuando las misiones encomendadas no consisten en entrar en batalla (insisto, su profesión es matar) y del descontento general con alguna decisión caprichosa de una instancia superior. Durante los siete episodios de la primera y única temporada, el padrino aparece envuelto en una aureola enigmática de hombre sabio, conocedor de los resortes de la psicología humana. Sus mensajes, a menudo crípticos, refuerzan esta idea. Pero al final se descubre que no hay misterio alguno, que el padrino forma parte de ese engranaje de imbéciles supinos.
Y llegamos a esa conclusión sin estridencias, por el peso de los hechos, porque cuando cerramos los ojos y concentramos en nuestro paladar todo lo que hemos visto, reconocemos esos matices que hacen de Generation Kill una serie distinta.
Generation Kill está disponible en la plataforma HBO España.
¡Eh! Si te apetece, deja un comentario! ¡Y si quieres recibir las actualizaciones del blog, suscríbete!