Hace ya bastante tiempo que aprendí a deshacerme de las expectativas y a centrarme en los propósitos. Entendí, como dicen en Andalucía, que no hay que «echar cuentas» a posibilidades futuras más o menos reales, más o menos ficticias.
No esperar nada, no anhelar nada, te da una tranquilidad colosal.
Quienes viven instalados en las expectativas son carne de frustración: siempre confiando en que suceda algo, siempre haciendo cábalas, agotando su vida en el cálculo de probabilidades que tantas veces son incalculables.
Si, encima, ese cálculo de expectativas es loco, exagerado, te conviertes en un sufridor crónico, cuando no en un amargado de libro, porque la expectativa es tan elevada que, claro, nunca se alcanza. ¿A cuántas personas conocéis que piensan que la vida les debe algo? ¿Cuántos creen que «se merecen» esto o aquello y cuántos de esos están seguros de que hay un complot divino-institucional-laboral contra ellos?
Los propósitos, en cambio, son otra cosa, porque no están anclados a un resultado. Los propósitos dependen de la voluntad de uno, de los deseos de uno y, por tanto, somos nosotros sus dueños: controlamos el empeño y la intensidad que ponemos en lograr esos objetivos.
En el fondo de esta reflexión late en cierto modo la actitud vital del desapego, que consiste —muy simplificadamente— en no sobreestimar a las personas ni tampoco a las cosas materiales.
Hay una interesante tradición budista en esta idea del desapego, aunque son los jesuitas quienes con más éxito la han difundido y puesto en práctica. En el ADN de la Compañía de Jesús está presente el propósito firme de no aferrarse a cosas, personas o lugares.
Evitar la dependencia y no tener expectativas imposibles de controlar te hace más libre y más feliz.
¡Eh! ¡Si te apetece, deja un comentario! ¡Y si quieres recibir las actualizaciones del blog, SUSCRÍBETE!