Será que me hago mayor, que, como dice un amigo mío, «ya no estoy pa’ tontás», será que algo de razón tengo o que no tengo ninguna, pero lo cierto es que se me agota la paciencia muy rápidamente cuando me enfrento a algunas situaciones sociales en las que se me fuerza a hacer (o a no hacer) determinadas cosas en aras de razones tan profundas como «siempre se ha hecho así», «es la tradición» o, una de las que más me gusta, «es lo que indica el protocolo».
Que conste que he tenido durante la semana distintas conversaciones sobre este asunto (gracias Irene, Alicia, Andrea y Puri) para determinar cuál es mi grado de intolerancia (es alto, ya lo advierto) e intentar atemperarlo. Todas las personas con las que he hablado, probablemente más cabales que yo, me han hecho ver la necesidad de un protocolo «de alta intensidad» (el nombre me lo invento yo) útil para unos cuantos contextos. Las organizaciones e instituciones —me dicen— siguen unas normas de actuación y unos procedimientos más o menos aceptados por la comunidad que evitan malentendidos y simplifican las relaciones. Venga, vale. Lo acepto.
A partir de ahí, a los seres humanos se nos ha ido la chaveta completamente.
Esto viene a colación de la boda real en Reino Unido y de aquellos gestos desafiantes contra la tradición de la novia, Meghan Marcel, que se han entendido como un signo de modernidad (sic) por algunos y como una agresión simbólica por otros. (El mundo ha dejado de girar porque ella no ha llegado al altar del brazo de su padre o por no jurar obediencia a su marido).
Pero no es de esa boda de la que quiero hablar, sino de las bodas del populacho, aquellas a las que nos invitan a los mortales. Daría para otra entrada la reflexión sobre los fastos de bodas, banquetes y comuniones, pero quiero centrarme ahora en las imposiciones, por ejemplo, en la vestimenta. Mira que habré asistido a bodas de todo tipo en mi vida, pero sucede que en la última a la que voy siempre escucho alguna norma no escrita más que, por cierto, mis acompañantes y yo solemos incumplir incluso sin quererlo.
Que si las mujeres no pueden ir sin medias. Que si no te puedes desabrochar la corbata (que debes llevar, of course). Que si no te puedes quitar la chaqueta aunque la boda sea en Sevilla y el día nos regale 40 grados. Que si tal color no es apropiado. Que si ya no puedes gritar «¡vivan los novios!». Que si la ensaladera de la cabeza (la pamela…) es solo para no sé qué franja horaria y no para otra. En algún caso, incluso, me obligaban a ir de chaqué porque a no sé quién se le había ocurrido que las personas más cercanas al novio debían llevarlo (por supuesto, me negué). Que si no puedes alimentar a los Gremlis a partir de las 12 de la noche…
Y así una retahíla interminable de reglas y prohibiciones, cada una de ellas más absurda que la anterior, que me generan un estrés brutal que convierte lo que es una celebración en otra cosa. Si hacemos extensivo el razonamiento a otros contextos (por ejemplo, al mundo laboral), la presión me parece extenuante y, en cierta medida, castrante.
Cuando pregunto por qué todo esto, cuando trato de establecer un diálogo donde impere la razón (y la libertad), cuando trato de hacer ver que, por ejemplo, los hombres vamos uniformados de traje en determinados eventos (sin ninguna necesidad, desde mi modesto punto de vista), me tuercen el gesto y me repiten los argumentos manidos: «toda la vida ha sido así», «es la tradición» o, peor todavía, «es el protocolo, idiota, es el protocolo».
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4 comentarios
A ver, yo no te voy a convencer de nada. Primero, porque es imposible y, segundo, porque no es mi intención. Pero sí tienes que tener en cuenta que el protocolo son unas convenciones sociales, unos códigos no escritos que una sociedad acepta y que nos ayudan a convivir dentro de una comunidad. Tú te has centrado en las bodas, pero aplícalo al turno de palabra en un acto, por ejemplo, o que no debes ir en bañador y chanclas a dar una conferencia a padres de alumnos o que no llevas pantalones cortos en un acto de apertura de curso. Es lo mismo. ¿Es obligatorio? Pues no, pero son normas sociales no escritas que, nos guste o no, debemos cumplir si queremos convivir dentro de una comunidad social.
Es posible que en Castilla esto se vea de forma exagerada, y yo a veces también lo veo así, pero piénsalo de esta manera: en Andalucía, y más concretamente en Sevilla, el protocolo es importante y tú te has ido a vivir allí, así que también debes adaptarte a determinadas normas sociales. A partir de ahí cada uno hace lo que quiere, por supuesto, pero teniendo en cuenta que lo hace en contra de lo que esa comunidad dicta. Lo de las medias, por ejemplo, más que el protocolo, para mí es una cuestión estética: a mí personalmente no me gustan unas piernas desnudas con un vestido de fiesta. Pero, una vez más, cada uno hará lo que quiera…
Hay contextos en que el código de vestimenta va siendo más relajado, pero las bodas… ¡Ay, las bodas! Ahí, cual verdad absoluta, todo el mundo pasa por el aro o, mal que bien, lo intenta. Qué dirán, si no. Y, como asegura Mayte aquí arriba, todo el mundo encantado de pasar. Aunque al volver a casa (y aún antes, mientras ve caer las hojas de su cartera) haya quien no dé crédito al tamaño del aro.
Ese “toda la vida se ha hecho así” es una justificación válida para quienes no se lo cuestionan y completamente inválida para quienes sí. Pero es sencillo: si no te gusta, no vas. (Es lo que hago; antes rara, excéntrica o disfrazada de pobre de solemnidad. En mi descargo, les digo a los novios que es el día en que menos podré disfrutar de su compañía y que cualquier otro, en petit comité, más y mejor. ¡Ah! Añado que no tengo armarios donde pudieran envejecer con dignidad los tiros largos. Me quedo tan ancha. Y allá cada cual con sus fantasías).
¡Saludos!
Qué aburrido es lo “políticamente correcto” y “estoy hay que hacerlo así”. No es solamente tedioso sino que deja de lado la personalidad propia de cada uno, la originalidad y la creatividad. Hay una manía social de que todos parezcamos iguales, nos comportemos de la misma manera y actuemos como borregos.
La próxima vez te recomiendo que vistas y hagas lo que quieras porque ahí está la esencia de los que somos cada uno. Y si a los demás no les gusta, que no miren o que critiquen (de algo siempre tienen que hablar).
Posdata: siento el comentario poco “políticamente correcto”. Pero, estoy en tu bando.
Estamos en el mismo bando