A finales de septiembre terminó oficialmente el verano.
Otro verano.
Aunque aquí, por el sur, el calor alarga algunas semanas su espejismo, lo cierto es que es imposible no tener la sensación de que algo bueno se nos escapa entre los dedos.
De niño, en Salamanca, era más fácil aferrarse a la nostalgia. A finales de agosto empezaban las mañanas frescas y las tardes revoltosas, las tardes de remolinos de viento, de nubes grises que sin previo aviso ocultaban el sol, ya poco potente, y descargaban una lluvia corta y violenta que nos dejaba el perfume del petricor antes de anochecer.
Después, ya adolescente maldito, despedía las vacaciones con Danza Invisible cantando que el fin del verano siempre es triste, que pronto el cielo se pondría gris y que olería a castañas, pero que no había que preocuparse, que al final —eso es lo mejor— todo es un ciclo y que, ahora lo sé con toda certeza, y que los seres humanos somos así, caprichosos, inestables, y cuando regrese de nuevo el calor desearemos entonces que llegue pronto el frío enero.
El adulto que ahora soy vive entre el recuerdo de veranos pasados y el pragmatismo —no sé si inevitable— al que me fuerza el presente. Voy a echar de menos el verano —¡cómo no!— por todo lo que significa: cambiar de actividad, hacer más deporte, ver a quienes no tengo cerca durante el curso.
La piel quemada y la memoria ardiendo.
El fin del verano siempre es triste. Y son ya muchos los veranos a los que le he dicho adiós.
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